jueves, 26 de febrero de 2009

Consigna 3



Hoy tengo paz interior. Tengo esta clara y profunda sensación luego de meses de estar vomitando resaca, sin poder controlarme, con mis adicciones a flor de piel. Descripciones de un estado de ánimo que tan bien ilustra mi madre en sus cartas tristes y desesperanzadas. Hoy me sacaron del hueco oscuro y estoy teóricamente de festejo a pesar de esta luz que me ciega.
No puedo prometer “cada sábado, un nuevo comienzo”, ojalá fuera así de fácil. Casualidad nomás que hoy es sábado y han concluido mis médicos que ya no causaré peligro si estoy debidamente medicado. Mis recurrentes “nuevos comienzos” siempre son efímeros como ciertamente me recrimina mi hermana llorando en cada visita.
Parecería que me voy por las ramas, pero en realidad para irse por las ramas habría que tener al menos un árbol, neuronas sanas u opciones reales. El noble arte de elegir, saber tomar el camino indicado. Los que elijo tarde o temprano terminan en inyecciones, electricidad y en esta luz que me ciega, porque no son caminos, “son atajos cloacales”, como lo definiera mi amigo al rescatarme de aquel tsunami de calmantes y alcohol, en la tarde del penúltimo desenfreno.
Todo es azaroso aquí: unos de festejo, otros bajo inspección, pero las diferencias son solo momentáneas, porque luego del festejo siempre está esa puta locura que me sale y al final el hueco, la luz cegadora. Festejo, violencia, locura, hueco, inspección… y la última imagen de mi amor taladrándome la cabeza, aquella de las lágrimas mezcla de defraudación y dolor.
Hoy tengo paz interior y a pesar de esta luz que me ciega, podré decirle a mi madre que no serán más necesarias sus cartas, a mi hermana sus visitas, a mi amigo sus rescates y a mi amor tantos sufrimientos.
Solo serán necesarios unos frascos de pastillas, una distracción cómplice y, sin remordimientos, el último que salga que apague la luz.

Claudio

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Hay que destruir la tablita usando la energía del Chi", reitera Kung Fu en una suerte de flashback donde las narrativas subrayan aquello que prometen resolver a futuro con el plano detalle de un objeto o la brumosa estampa de una enseñanza paradigmática, generalmente fundada en un "recordar simbólico", plagado de revelaciones de otro tiempo y otro mundo y reconstruído en ausencia por el espectador con lo que no se ha dicho ni se planea decir.
De todos modos para Kung Fú, quién nada sabe de futuros sin medio hermanos Kein ni pretéritos pelilargos, avanza voluntariamente sobre una vida con prólogo censurado. El espectador tampoco puede imaginar ni consolarse con terapéuticas propias de anticipación. Wai Chang está allí para que todas las noches después de las veinte padezca fogozos antebrazos de serpiente y dragón, soportando este lisérgico mandado sin memoria de la caminata sobre el papel de arroz, tanteándose a sí mismo, a punto para la partida.
Y luego sale. Ahora es un forastero de sesenta minutos.
En el primer triángulo occidental acontece la semántica del western: la fiebre del oro, los forajidos, las puertas vaivén, ancianitos custodiando alambiques, castores, tónicos milagrosos, tropillas retobadas y pieles rojas sensibles. Variadas son las circunstancias que entretejen la saga de nuestro héroe, hombre ya maduro, trovador de criaturas indocumentadas por el zen y respetuoso amante-guardián de toda doncella salvaje caída en desgracia temporal como la viudez, la soltería o la religión; todas tipologías particulares de un oeste indomable, en el momento justo cuando las mujeres se atreven a liberarse del mundo viril argumentando su emancipación con pólvora y una envidiable puntería. Recordemos que el medio Kein comienza su vida rodeado del austero círculo del celibato monástico y como en las cancelaciones y demoras, no todos pierden; logra aggiornarse sobre temas del corazón y la conquista a merced de una que otra muchacha cruzada por azar entre los pueblos polvorientos, repletos de hombres rudos con botas texanas y alientos etílicos.
Nuestra teoría es que Kung Fú ha conquistado más mujeres que cualquiera a costa de sus pies desnudos, simplemente exhibíendolos, porque la mujer se enamora primero de la novedad y luego del hombre.
Pero cuál supo ser el enigma de su mirada horizontal? El caso es bien simple y si fuera nuestra voluntad representar una analogía ante la propia, sólo nos bastaría evocar a un peón recolectando fruta, terminando su parcela y sonriendo al oeste que raya un ocaso, con ese mismo sol de frente, estirando lo visible hacia el fantasma de la mueca achinada, geográficamente en otro triángulo invertido aunque austral, sin ir tan lejos, recolectando uvas como últimas imágenes bajo el sol mendocino

Aydesa

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Cuando Cora se calienta no hay manera de hablarle. Lo mejor, siempre me dicen sus amigas, es apagar el celular y esperar a que se le pase. Irse a dormir si es de noche, al cine si es de día. Huir de ella y dejar que desparrame insultos contra los espejos, que ya la conocen y están acostumbrados a su explosivo temperamento. Uno de ellos, incluso, tiene la marca de un zapatazo genial que Cora le tiró en la madrugada etílica de aquel grotesco y cruel fin de año pasado.
El asunto es que Cora era una incomprendida en su familia, que según ella no estaba a la altura de su espíritu sensible y refinado. Para sus padres, claro, el problema es que estaba un poco loca, o a lo sumo era una vaga. "Alérgica al trabajo" decía su abuela, y se iba a ver Pasión de Gavilanes murmurando. Cora decía que los detestaba pero me hacía ir a todas las fiestas familiares habidas y por haber. Llegué a pensar que en verdad a ella le interesaba ese papel y lo sostenía con la misma devoción que el resto de sus parientes.
Si había que ir a un cumpleaños de un sobrino, Cora me llevaba y provocaba un mini escándalo con su ropa (siempre fuera de sitio) o algún comentario dañino para una prima frágil o un tío borracho. "Nadie me entiende" decía ella cuando después de protagonizar una escena me llamaba, a cualquier hora de la noche.
La verdad es que era cierto. Yo tampoco la entendía. Una vez me había dicho que la vida era muy injusta con ella, hacíendola nacer en un ambienta que adoraba la chatura y el aburguesamiento. Tengo talento...y un lomazo, ¿por que no puedo hacer lo que quiera? Yo le decía que sí, que podía, y corría a refugiarme de sus zapatos voladores, de sus ojos filosos y sus palabras crueles.
Mi terapeuta, a quien Cora asesinaba imaginariamente cada vez que yo la mencionaba, decía sin decirlo que yo tenía que dejarla. Que nada podía hacer para contentar a Cora, que era una lucha con molinos de viento, que ella siempre iba a tener esa demanda insatisfecha que la hacía echarle la culpa de su frustración a todos los que la rodeaban. Claro que tenía razón, pero yo estaba atenazado en esta relación y no la escuchaba. Solamente me dejaba llevar por los impulsos de Cora, y cada tanto trataba, sin éxito, de consolarla.
Aquella noche del 31 de diciembre que recuerdo, Cora comentó, en pleno intercambio de recetas entre las matronas de la casa, que rezaba para que dios no la convierta jamás en una ama de casa. Dios no lo quiera! les dijo, provocando una escandalosa discusión a poco del brindis que terminó con la bronca de Cora estrellada en un espejo por un zapato verde. Su padre le dijo de todo, su madre simuló un desmayo, los más chiquitos de la casa disfrutaban la pelea y encendían estrellitas en el patio.
Nunca la había visto tan débil. Lloraba sentada en la cama, los brazos abrazando las rodillas, parecía más joven, más frágil, parecía querer un abrazo o morirse. No puedo con la soledad, me dijo, y yo le di un beso y le dije que no estaba sola pero era mentira.
La última vez que la vi fue hace un par de años, en el casamiento de un amigo en común de la época en que todavía eramos novios. Yo me sentí un viejo cuando la fui a saludar; a ella parecía no haberle pasado el tiempo. Estaba deslumbrante como siempre. Fue un saludo incómodo del que pudimos huir por el bendito vals que se inició en la pista y nos dio los motivos necesarios.
Me fui pensando que sí había cambiado. Que la había sentido cansada y aburrida. Pobre Cora. Yo la hubiera querido hasta morirme si me hubiera dejado. Eso que a todos alejaba, a mi me acercaba, aunque no lo suficiente como para que ella me viera. Yo quería quererla pero ella sólo quería que la cuide. A mi no me funcionaba. Al fin de cuentas, no todos deseamos lograr lo mismo.

Juan Duaca

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"Hoy tengo paz interior". Eso repite Graciela como un mantra cuando me abre la puerta. Hoy es sábado y como cada sábado, un nuevo comienzo de esta rueda que gira cíclica y me deposita en este mismo punto desde hace años. Yo tocando la puerta de Graciela y ella abriéndola con una frase u oración del estilo. Todos clichés. Y después una charla banal con algunos momentos de intimidad medida en dosis justas como para no entrar en detalles que compliquen las cosas. Graciela es mandada a hacer para irse por las ramas y desviar la atención. Cuando quiero contarle que C. está mal, que ya casi no sale y que le tuvimos que aumentar la dosis de antidepresivos, Graciela rebusca con palabras alguna tangente conveniente o me ofrece café. Y se va a la cocina. Yo temo que su "paz interior" pende frágil como una gota de lluvia en una hoja. No pretendo -no puedo pretender-, derrumbarle sus ideas new age con mis novedades, con mi realidad. Graciela es liviana y profundamente superficial. Este sábado está especialmente conmocionada con su última lectura "yo soy la puerta" de Osho. "unos de festejo, otros bajo inspección y otros, como Osho, tratando de equilibrar este mundo que se va al diablo, es tan injusto como humano, entendes?" me dice mientras cruza la puerta de la cocina trayendo la segunda vuelta de té verde aunque yo prefería otra cosa, pero Graciela es de las que no pregunta, asume que todos los demás gustamos de lo mismo o estamos equivocados.
Empezó hace dos semanas una dieta macrobiótica y ahora es fan y militante de toda clase de porotos que yo nunca había visto. Perdón, legumbres.
De este mundo Graciela quiere partir limpia, me explica: "yo estoy depurando mi alma, mi energía. En el noble arte de elegir qué tipo de vida queremos, los que elegimos el camino de la verdad y el amor, quedaremos enteros y puros. El resto, no lo creo."
La miro a Graciela con cierta compasión en los ojos, acerco la cara y le digo: querida, para mí todo es distinto, ni un poroto, ni el chi, ni el espíritu santo, nada me va a salvar. De acá nos vamos todos como llegamos, sin nada. La vida es una fiesta de esas en las que a veces se va todo al carajo, se desmadra, en la que de a ratos lo pasas bien y al rato te queres matar. Con resaca, con música, con vasos rotos, amigos, tranzas… De esta puta fiesta todos nos vamos de a poco y por turnos y el último que salga que apague la luz.

Penélope

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