jueves, 26 de febrero de 2009

Consigna 5

Existe un profesor que tiene la costumbre de ponerse dos corbatas

Existe un profesor que tiene la costumbre de ponerse dos corbatas cuando va a dar cátedra, a veces, debido a su distracción, incluso llega con zapatos de diferente modelo.
Muchas veces se aparece por la facultad con la ropa con la costura hacia afuera. Si alguien le comenta algo, él se mira sorprendido y dice murmurando: ‘bueno, no me extraña en mí, es el costo de la súper concentración’, A este señor, le cuesta conciliar los dos mundos paralelos donde habita, uno que él eligió, que es el de su ciencia, su arte, su fantasía, con las estructuras móviles que el mismo diseñó; y el mundo externo, donde cohabitan otros seres, compartiendo las voluntades y responsabilidades, que en este caso más bien sería irresponsabilidades.
Para él es como un sacarse y ponerse, un juego como de dar vuelta un guante, como una tortuga o una ostra, como un volar y un aterrizar.
Le interesaba más su virtualidad, pero también comprendía, que dependía del otro mundo, que todos se empeñaban a llamarlo ‘real’, como si los reyes aun tuvieran mandato.
Un día tuvo una experiencia aterradora, donde sus dos mundos se encontraron se mezclaron y fusionaron.
Sus recuerdos traspasaron el umbral, se inmiscuían. Empezó a encontrar incongruencias en sus formulas.
Se despertaba dentro de los sueños, sus relojes se derretían cuando los miraba intensamente.
Sus chequeos de realidad ya no le funcionaban pues no recordaba si lo normal era tener seis dedos en cada mano o si eran siete.
Sabía si discutía con alguien, y no podía convencer, que ese era el mundo compartido, argumento que se desvaneció en poco tiempo cuando de ambos lados lo contradecían invariablemente.
Hasta que encontró algo que no se podía replicar en su interior, era el cuchicheo de la gente cuando iba a dar su clase magistral con dos corbatas.
Cuchicheo incesante que se tornaba en agudo tintinear de monedas cayendo al tazón de lata que había puesto a su lado para recibir limosnas de los que salen del supermercado.
Gozaba esos instantes de entrar y salir de sus mundos por unos pocos segundos.
Desde que descubrió esto, lleva siempre dos corbatas cuando va a dar cátedra.

Dani K.

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El llanto nocturno

Existe una mujer que tiene la costumbre de hacer sonar mi teléfono por las noches, alrededor de las 4 de la mañana. No se quién es, ni por qué llama. Tampoco sé su nombre ni nada. Solamente se limita a llorar a mares en el teléfono, jamás habla y hace 4 años que no puedo dormir una noche entera de un tirón.
Me acuerdo de la primera vez que me llamó. Yo dormía, obviamente. Eran épocas en que sufría de media docena de enfermedades psicosomáticas, pero que inexplicablemente me dejaban dormir como nunca en la vida.
Sonó el teléfono, tardé en encontrarlo, me acuerdo porque hacia meses que no lo usaba y en la confusión me di un pie contra la punta de la mesa ratona y antendí dando un grito.
Nadie respondió, y cuando me disponía a cortar para ver un capítulo de Brigada A, escuché el llanto y me sorprendí. Pensé que podía ser alguien conocido, pero no se me ocurría quién, y en vista de que nadie contestaba colgué. Volvió a sonar a los pocos segundos y se repitió la escena. En vano traté de conseguir alguna respuesta, tampoco podía cortarle: sólo recibía el llanto y los llamados repetidos. Cansado y bostezando, dejé el teléfono en manos libres y me quedé dormido.
A partir de esa noche el episodio se repitió de forma idéntica todos los días. Me enloquecía la situación y molesté a todos mis amigos tratando de que alguien me diga si me estaban haciendo una cargada o algo por el estilo. Incluso muchos que no me creían se quedaron un sábado hasta tarde para esperar el llamado y oir el llanto anónimo de esta chica.
Yo mientras tanto probaba de todo. Le rogaba que me dijera como se llamaba o que le pasaba, que me explicara porque me llamaba todas las noches. Otras veces la insultaba y le pedía que me dejara en paz. Nada de lo que hacía cambiaba las cosas. Ella lloraba, y yo después de un rato de pelearla me quedaba dormido con la tele prendida.
Una noche se me ocurrió ponerle música al teléfono, más por sueño que por otra cosa, y por primera vez en un año y medio sentí una reacción diferente. Comenzó a llorar más débilmente, y después de un ratito cortó el teléfono y me dejó dormir.
Al otro día, mientras ella lloraba, comencé a contarle de mi vida, le dije que si quería le podía dar motivos para llorar de verdad, y le hablé como una hora y media hasta que cortó. Me dormí en paz después de mucho tiempo, y a la noche siguiente volví a hablarle sin esperar respuesta. Le dije que mi trabajo me hacía sentir insignificante, que había arruinado mis parejas anteriores con mis manías sin cura y que estaba siempre solo. Le conté que me gustaba El Muro Infernal y le dije que debería verlo alguna vez. Hablé de todo y en cantidad y aprendí a darme cuenta qué tipo de historias le gustaban más y qué música prefería. A veces le pedía que no me llame por unos días porque iba a estar acompañado, pero no hacía caso. No podía invitar chicas a mi casa porque no había manera de explicar el llanto, y tampoco me animaba a descolgar el teléfono. Me daba mucho miedo pensar qué podría pasarle si nadie la atendía y saltaba de la cama para agarrar el teléfono cada madrugada. Me quedé sin amantes, sin amigos, sin salidas; todo sin darme cuenta. Inventaba excusas para volverme antes de las fiestas, aunque en el fondo sabía que quería llegar a tiempo para escuchar su llanto. Mal dormido, llegaba tarde al trabajo y me pasaba el día pensando cosas que tenía que contarle, sueños de la noche anterior o anécdotas de oficina. A la noche hablaba con ella y le contaba todo. Me animé a decirle cosas que nadie sabía de mí, y compartimos el llanto varias veces. Un día me di cuenta que disfrutaba muchísimo de sus llamados, y que mis manías se habían ido yendo de poco. Entonces, así como así, una noche dejó de llamarme y desapareció de mi vida.
Me sentí desolado y triste.
Ahora paso las noches en vela y tuve que volver a terapia.

Juan Duaca

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Círculo vicioso

Existe un círculo vicioso viviendo en mi casa que tiene la costumbre engañosa de mimetizarse, de simular desaparecer, quebrarse, para seguir presente cada vez con más fuerzas. Fue a veces cruel, lo admito, pero no es rencoroso ni vengativo.
Debo confesar que las cosas no me estaban yendo bien hacía mucho tiempo. Fueron largos años de errar el camino, no identificar con claridad qué era lo mejor para mí y para los que me rodeaban (de hecho ya no me rodeaba más nadie) y, como corolario, tomar decisiones absurdas y contraproducentes la mayoría de las veces. Si a eso le sumas la adicción al dulce de leche, se explica cómo una persona puede deteriorarse tanto, al límite de la pérdida de la conciencia. Y las diarreas y los índices de azúcar por el cielo.
Más dulce de leche comía, más necesitaba, más gastaba, más descendía, más me corrompía. Arequipe, manjar de leche, leche condensada, ya daba todo lo mismo.
Así un día, recorriendo una góndola de Carrefour, comparando precios del “Havanna” y el “Chimbote” (para llevar finalmente veinticinco potes de Gándara que era mucho más barato y rendidor), encuentro en un carrito un círculo vicioso. No estaba a la venta pues no tenía código de barras ni precio; parecía abandonado o perdido por alguien, era liviano, diáfano, pecado de sí mismo. Con una sonrisa subyugante.
Me llamó mucho la atención. No pude resistir apropiarme de él de inmediato. Con disimulo escondí el círculo vicioso entre los potes recientemente elegidos y me dirigí a la caja no sin cierto nerviosismo. Para justificarme me decía a mi mismo que en realidad no estaba haciendo nada malo porque no era un producto en venta del supermercado, sino un simple círculo vicioso que alguien había olvidado. Era mi oportunidad, no tenía dueño. ¡Qué ironía!
Haciéndome el tonto pagué los dulces de leche, doblé el círculo vicioso prolijamente y me lo puse en el bolsillo trasero del jean. Estaba acostumbrado a hacer el ridículo, una vez más no me afectaría tanto.
No obstante mis antecedentes, transpiré como nunca porque unas viejas me miraban cuchicheando. ¿Sería de ellas?, ¿sería una trampa?, ¿delirium tremens?, me pregunté. Nada de eso.
Salí del local y la frescura exterior me dio un alivio de felicidad coincidiendo con que nadie se había percatado de lo que ocultaba en el bolsillo. En realidad las viejas chismoseaban por la insólita compra de tantos potes de mi droga láctea.
Así las cosas, llegué a casa, desdoblé el círculo vicioso y lo incorporé inmediatamente a mi vida. Casi sin darme cuenta el círculo vicioso se transformó en mi compañero, mi consejero, mi mejor amigo. Debo reconocer que el círculo tenía un carácter fuerte, soberbio, en muchos casos controló rápidamente todas mis acciones, y yo me dejé llevar, mansamente, a su reino de dominación.
¿Qué podía tener de malo el dulce de leche que comíamos golosamente mi círculo vicioso y yo?. Nos reíamos, llorábamos, nos abrazábamos, nos fusionábamos en el dolor-satisfacción que nos producía el gozo azucarado. Engordamos juntos, nos degradamos juntos, nos aislamos juntos.
No sé cuánto tiempo pasó ni cómo tomé conciencia de que el círculo vicioso, tras su máscara tierna y complaciente, escondía un ser agresivo y ladino. Que detrás de esa postura samaritana me fue quitando mis cosas, mi libertad, lo poco sano que había quedado de mí. Me encerró en mi propia casa, y pasó en una transición imperceptible, de ser mi mejor compañero a mi carcelero. Largos días en un cuarto oscuro, pasándome una porción de dulce de leche cada vez menor y de baja calidad.
Días, tardes, noches de depresión y hastío, de un cuerpo sumido en la inmundicia de la dejadez y el desamparo. Esperando casi sin fuerzas una flaqueza de mi cancerbero que tardó tanto en llegar, pero finalmente llegó.
Aquella mañana, creyéndome indefenso y dormido, engañé al círculo vicioso en un descuido, apreté con fuerza su borde redondo y obeso y lo molí a golpes, lo rompí en mil pedazos con una ira incontrolable.
Luego de llorar nerviosamente, de tomar aire fresco y ver la luz luego de tanto tiempo, junté sus restos en un pote de dulce de leche empezado, fui a Carrefour, y lo dejé disimuladamente en la misma góndola, carrito y lugar donde lo había encontrado aquella vez.
Di la vuelta, miré de reojo el estante de los dulces de leche y me retorcí al verlos en oferta. No me detuve. Seguí caminando por el supermercado como amnésico, como un perro sin dueño.
No sé cuánto tiempo de obnubilación pasó hasta que regresé a mi casa con un sabor agridulce y una sensación de vacío difícil de explicar. Dejé las bolsas sobre la mesa.
Esta sensación de depresión fue mutando en un dolor y debilidad física que me quemó las tripas y el alma durante interminables días, luego de lo cual decidí desempacar los veinte frascos de mermeladas de frutilla que había comprado, y le imploré a mi círculo vicioso que me trajera una cuchara.
Él, como compañero fiel y comprensivo, no me reprochó mi injusta y asesina actitud. Yo, para no herir su ego, no hice pregunta alguna sobre cómo y por qué había vuelto.
Desde aquel día y pasado un largo tiempo imposible de precisar, puedo decir con satisfacción que he superado mi adicción al dulce de leche.
El círculo vicioso me perdonó sin pedirme nada a cambio. Hoy me cuida leal y pacientemente y me alimenta con deliciosas mermeladas de frutilla.

Claudio

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Existe una mujer que tiene la costumbre de hablarme a los gritos

Es la portera del edificio donde vivo. Me acuerdo de cuando me mudé, hace siete años, después de separarme. Yo era nuevo aquí y necesitaba información. Horarios, dónde poner las bolsas de basura, cómo pagar las expensas, etc. Me cruzaba con la portera en algún pasillo y le preguntaba. Entonces ella empezaba a hablar, tratando de explicarme.
Pero era curioso: las palabras se le iban para cualquier lado y terminaba hablándome de cualquier otra cosa, menos del tema que yo le había planteado. Y siempre a los gritos.

A veces esa actitud me ponía muy nervioso. Por ejemplo, aquella vez que se rompió el ascensor (yo vivo en el piso diez). La sarta de cosas incoherentes e ininteligibles que me espetó, siempre a los gritos, me hicieron pensar si no estaba escondiendo algo, alguna trampa (uno en estos tiempos desconfía de todo el mundo). Pero no, es
así, nomás, gritona y dispersa.

Debo agregar que no es una mujer joven. Aunque, en verdad, comparada conmigo, cualquier mujer es joven. Es muy alta, con el pelo negro larguísimo, que casi siempre lleva recogido sobre la nuca. Unas pantorrillas y unos pies muy atractivos, siempre visibles en las ojotas. Pero, por sobre todas las cosas, tiene unas tetas descomunales, inconmensurables.

Andando el tiempo y luego de una prolongada soledad, empecé a soñar con esas tetas. Me la cruzaba en el pasillo o en el ascensor y le preguntaba algo, cualquier cosa. Ella empezaba a divagar y a gritar. Yo mientras tanto, le miraba esos dos torrentes de prometida dulzura.

Me puse a pensar una estrategia. Estaba el marido, es cierto. Pero el hombre tiene otro trabajo y pasa todo el día fuera de casa. En otra época esto hubiera sido una barrera ética infranqueable para mi. Pero ahora que soy viejo entendí que siempre hay otro hombre en la vida de una mujer. El marido, o el ex-marido, el padre, el primer novio, etc.
Uno se pone a conversar y al poco tiempo ella lo trae a colación. Y lo pone ahí, en el medio, como un fantasma siempre a punto de aparecer.

Una vez me tocó el timbre para traerme algo, una carta, una factura. Abrí la puerta y la vi ahí, erguida, con el papel en la mano, hablando a los gritos. Pensé en el dormitorio vacío, en las sábanas arrugadas que tendría que cambiar a los apurones. Le hice un par de insinuaciones. Pero ella hizo lo mismo que cuando le preguntaba por el ascensor. Habló de otra cosa, de muchas cosas. Y siempre gritando.

Otra vez fui hasta su departamento, a pagar las expensas. Ella estaba sola, también, con el televisor prendido. Cuando le di el comprobante traté de tocarle la mano. Ella entró y se puso a contar el dinero sobre la mesa. Yo me asomé para mirarla y vi en la pantalla la imagen de un cuerpo caído, tapado con diarios, al lado de un charquito de sangre. Ella empezó a contarme, a los gritos, lo que había pasado. Como de costumbre, no le entendí nada. Me cansé y me fuí.

Esta situación se repitió muchas veces, a lo largo de estos años. Y al final me resigné. Cuando me la cruzo en un pasillo, o en la puerta de calle, le pregunto algo, nada más que para oirla hablar, mientras le miro las tetas.

Existe una mujer que tiene la costumbre de hablarme a los gritos.
Pero es inalcanzable.

Octavio

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